El arte de contar historias en imágenes móviles (o sea, las moving pictures, que por allá les dicen), tuvo que ser un proceso de prueba y error, a partir de cintas de un rollo, o de dos, o de cuatro, hasta llegar a ese tiempo establecido que hemos dado en aceptar en un par de horas, biología aparte y megasagas o películas-río a un lado. Para contar lo que se quiso contar, ya fuera primero en cine, o en la tele luego, se usó un arma poderosa y, bien empleada, maravillosa: la elipsis (y no recordemos, por demasiado crueles, el toque Lubitsch).
¿Se puede intentar contar una historia (con imágenes, insisto) en tiempo real? Se puede. ¿Puede esa historia durar 24 horas (aunque haya truco) y narrar lo que le pasa a un grupo de personas en ese tiempo? Se puede. No sale bien, pero se puede. La idea es atractiva, la realización no.
Viene esto a cuento porque acabo de terminar de ver la primera temporada de "24", que me perdí en su pase televisivo y me agencié en DVD hace unas semanas. Y uno se queda, me temo, con una sensación de chasco enorme. Chasco porque la idea, insisto, es atractiva: contar una historia de espías, agentes secretos, atentados, terroristas, topos y agentes fascistoides como si se estuviera viviendo al minuto, pero el guión, la realización (y, en ocasiones la interpretación) es tan chunga y tan previsible que uno acaba recordando la frasecita de marras de aquel ministro hoy olvidado: los experimentos, en casa y con gaseosa.
Y es que la impresión que me queda de esta primera temporada de la serie es que no sé si quiero ver una segunda temporada. Porque, sí, sé que me engancharé a las convulsiones y revoluciones alambicadas de una trama que ya era vieja con los seriales matinales de los años treinta, y que está resuelta con la misma poca gracia que aquellos matinales (quitando las escenas de cámara partida, para mí el único hallazgo de esta historia), pero que no disfrutaré con ella. Da la impresión de que los guionistas, más allá del petardazo de "contemos una historia en un día de tiempo real" no han sabido qué contar exactamente. No ya porque haya altibajos previsibles en la trama, que éstas no estén compensadas, que de pronto pasemos del ridículo íntimo a la espectacularidad-pero-menos (esto es televisión, no lo olvidemos) de los tiroteos, sino porque la trama sólo da vueltas y más vueltas sobre sí misma. Olvidando lo inverosímil de que los múltiples secuestros de la familia Bauer (¿cuántas veces las pillan a la mamá y la hija, tres, cuatro?) se desarrollen en tan poco tiempo, la serie no tiene ni siquiera la mala baba necesaria para ir engañando al personal: no usa una estrategia de capa de cebolla, sino de círculo. Ahora me escapo, ahora me pillan, ahora éste parece bueno, ahora aquella resulta que es la mala, el terrorista (patético Dennis Hopper en lo que parece una imitación de Anthony Hopkins) que estaba tomando caño lerén lerén, los acentos centroeuropeos que aparecen y desaparecen según se les olvide de pronunciarlos o los secundarios que nada más asomar al fondo sabe uno que van a matarlos a la primera de cambio (o sea, un par de minutos antes de la hora de finalización del capítulo).
Hay momentos interesantes, cierto, y personajes atractivos: ese cacho de pan moreno en forma de futuro presidente de todos nosotros; Lady MacBeth reencarnada en su esposa; la actuación desconcertada de la esposa de Bauer cuando pierde la memoria y, mejor todavía, cuando ve en el hospital el conato de agresión policial que le demuestra a qué se dedica exactamente su marido. Y poco más. Como icono cultural de nuestro tiempo, Jack Bauer no tiene chicha: no es Harry el Sucio, no es James Bond, no es Indiana Jones ni John McLane. Pese a las greñas y la barba de un día (je) Kiefer Sutherland sigue dando demasiado joven en pantalla: no parece el padre de su hija, sino un noviete más o menos enrollado; Bruce Willis habría sido, quizás, una elección más acertada, pero el caché es el caché, y desde luego en esta serie no se han calentado los cascos con la historia ni han tirado la casa por la ventana en la realización. Ni siquiera como icono de poli fascistoide tiene Bauer garra alguna, dejando a un lado que esté rodeado de majaderos que se guían por el libro y que, como todo poli o agente secreto que se precie, él se salte las reglas a la torera, que el individualismo es una cosa muy seria y es lo que hace grande a América.
Uno imagina lo que habría podido hacerse llevando XIII, por ejemplo, a la pequeña pantalla y con esas premisas de liar y reliar la trama (porque XIII al menos tiene trama), o con una versión de Monster en imagen real, y no esta sosísima historia de relojes digitales que anuncian la hora entre anuncio y anuncio sin que pase nada interesante durante cuarenta minutos largos. No extraña que en la emisión televisiva aquí en España fueran pasando los episodios de dos en dos: como unidad mínima significativa, sueltos no dicen nada.
La regla de las tres unidades se inventó hace tres siglos. Hubo quien la supo interpretar bien. Pero en realidad, si acabaron por desecharla fue por un motivo muy claro: en el fondo era un coñazo.
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