Si fuera tan sencillo como trazar una línea y el que no la salte se queda fuera, dedicarse a esto de la enseñanza sería más fácil, más relajado, quizá incluso más bonito, no estoy seguro. Pero nunca ha sido tan sencillo, y jamás es tan complicado cuando, en los cursos terminales, se llega a la evaluación final.
Un curso terminal, no sé si lo saben ustedes, es aquel curso donde se acaba el ciclo, donde se termina la cuerda, donde se pasa página en el currículum. Algunos lo son más o menos suavito (el cuarto de ESO, mismamente). Otros lo son más de verdad, y duelen mucho: el antiguo COU, o el segundo del bachiller de ahora.
Y les decía que evaluar al final no es tan sencillo, porque uno sabe, desde el otro lado de la mesa, y con los dedos manchados todavía de rotulador rojo, que ese montón de chavales se juegan el futuro, y la bronca monumental en casa, y el verano, y muchas cosas. Y entonces empiezan, como si uno fuera Johnny Smith de La zona muerta a plantearse los diferentes escenarios de futuro: cómo les cambiarán las cosas, a mejor o a peor, por un par de puntos o por unas décimas.
Y entonces empieza el lío. No sé en otros centros, pero en el mío esa evaluación final es agotadora, siempre frustrante, dolorosa. Tres horas y media estuvimos ayer dándole vueltas y más vueltas al tema, intentando ayudar a quien se podía, tratando de no agriarnos la mueca cuando no. Porque, claro, están en juego sus futuros y están también en juego los nuestros, porque si nosotros los evaluamos a ellos durante dos años, luego la injusta selectividad nos juzga también a nosotros de rebote. Y ya sabemos que la selectividad no es más que un obstáculo puesto ahí para incordiar, y que no sirve de nada.
Se pasa el mal rato que, la memoria es selectiva, se olvida de un año para otro. Y se ayuda a quien se puede, ya digo, que no son siempre los que uno querría. Luego, cuando se termina, uno no se vuelve a casa con la satisfacción del deber cumplido, ni sabiendo que ha echado un cable a alguien que, por vergüenza casi siempre, y por ignorancia las demás, ni siquiera vendrá a darte las gracias (tampoco estamos ahí para eso, claro). Uno vuelve a casa con el regusto amargo de aquellos a quienes no ha podido tender la mano y, también, con la sensación del agravio comparativo, de cómo esos otros chavales que han pasado por lo justito no consiguen, la mayoría de las veces, un empujoncillo equivalente al que otros compañeros menos hábiles han conseguido en tiempo de descuento.
No es fácil evaluar. Es sin duda la peor de todas las tareas en las que nos han estructurado esto que en el fondo es tan sencillo, dar clase y servir de puente.
Uno imagina que, si va a existir de verdad un juicio final, tardará una eternidad en desarrollarse si se pesan y sopesan, como nosotros sopesamos, tantos y tantos imponderables. Eso que saldremos ganando.
Alea jacta est, chicos. Se hizo lo que se pudo. Y en un noventa por ciento de los casos, fue un placer que nuestros caminos se cruzaran durante unos años.
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