Uno es de Cadi-Cadi, o lo que viene a ser lo mismo, más americano que andaluz, un cante de ida y vuelta pero en bajito, pura independencia en esto de tener que ser de una manera, creador de tópicos propios.
Por eso, a contracorriente de lo que se cuece y se destila en toda-todita Andalucía al socaire de Sevilla, en Cádiz no tenemos feria, pero sí fiesta que aventaje a otras capitales, y ya hemos hablado largo y tendido de ella, y lo que nos quedará, morena. De puro anarcas que somos, dejamos que la ciudad se nos vaya al carajo pipa al ritmo de tres por cuatro y somos muchos los que todavía no hemos aprendido, ni aprenderemos, a bailar por sevillanas (antes muerto que de corto), y hasta nos pegamos unas risitas cachondeantes cuando salen los pocos que salen con el simpecao tirando cohetitos como si el Valencia hubiera vuelto a ganar la liga, dentro de unas semanas.
Eso no consta, claro, para que nos guste un cachondeo más que a un tonto un escalextric, y que, aprovechando que estamos cerquita y hace buen tiempo y, es verdad, las nenas están monísimas vestidas de gitana, nos peguemos un garbeo alguna que otra semanita por las ferias de los pueblos cercanos, esas que se levantan sobre un campo de polvo a imitación y estilo de la feria sevillana. Y así, eludiendo el campeonato de las motos que da un coñazo que ni se imaginan, y eludiendo también el Rocío, porque todo el que toca el tambor y tiene caballo se va pallá a ver si es cierto lo del polvo del camino, la gente de Cadi-Cadi, mucho criticar y mucho decir aquello de el Club Alcázar no se rinde, nos damos nuestro paseíto por los diversos reales: en Jerez, en Rota, en Sanlúcar o, como es mi caso, en El Puerto, que es la feria que me tira más cerca y la que mi mujer ha disfrutado desde la infancia.
No sé si ustedes saben cómo es una feria, y ahora que lo pienso yo apenas lo sé tampoco, porque creo que sólo he ido a la de El Puerto (desde hace más de veinte años, o sea, que ya tendría que saber bailar, y no sé, con lo que tengo esperanzas de gaditanismo irredento per secula seculorum para siempre jamás), y alguna vez a la de Puerto Real, pero en horario infantil, o sea, pasar calor y buscar un sitio donde montar a los niños. Pero la feria es, en esencia, una ciudad pequeñita donde la gente se reúne a darse abrazos, intentar hablar por encima del estruendo de esa musiquilla tan deleznable que ya le estoy escribiendo a ZP a ver si la prohibe a base de decreto-ley, y donde por unas horas o unos días conviven en barullo y a pelú los ricos del pueblo con los parados del mismo, todos indistinguibles en teoría, o por lo menos blanco de jumeras parecidas.
Se bebe vino fino y un invento aberrante (el rebujito, mezcla diabólica de sevenup y fino), que entra bien porque hace un calor de muerte y en teoría no se sube a la cabeza, pero se sube. Y se pagan unas cantidades desorbitantes por comida casera-casera, de esa a la que recurres en casa cuando no tienes nada más en la nevera: pimientos fritos, pescao frito (se sobreentiende que congelado), y sobre todo tortilla. La reina de la feria es la tortilla de patatas, la tortilla española. Ríanse ustedes del alza inflacionista del índice Mibor: cuando uno sabe cómo va la economía del país, cuáles son los índices de inflación y en qué se desvía la paridad de los presupuestos del gobierno de turno es cuando llega el mes de mayo y pide en la feria una tortilla de papas. Cuatro euros, cuatro, vale este año, señores. Y, sí, sabe a gloria, pero cuatro euros son más de seiscientas pelas para un manjar que lleva como ingredientes una patata cortada en trocitos, dos huevos (si acaso), aceite y sal. No me sean ustedes temerarios y ya ni pregunten cómo les puede salir una ración de jamón de jabugo o de queso manchego.
Entre la algarabía, el estruendo insoportable de las atracciones de la feria (eso que los pijos llaman la calle del infierno y que para los demás mortales es, simplemente, los cacharritos), los caballos que pasan regios y hermosos, más inteligentes algunos que quienes los montan, como salidos de Los viajes de Gulliver, envidiables. Lástima que aún no haya inventado nadie un dodotis caballil, porque se agradece que llegue la hora de que vuelvan a la cuadra, de como lo dejan todo perdido.
Hay muchas ferias, imagino, una para cada persona que va. Y yo, ya digo, que soy de Cadi-Cadi y que fui por primera vez a una allá por 1978, y no he faltado más que un año desde entonces, todavía no consigo cogerle el punto. Que no me integro, vaya. Es una ocasión ideal para pasar ese rato con los amigos, entre copeteo y jopeteo, pero eso es lo que suelo hacer cada vez que veo a mis amigos, así que tampoco sé exactamente dónde está la gracia.
En fin, a los niños, claro, lo que les encandilan son las atracciones. Y como ya he despotricado de la tortilla, no les voy a asustar ahora contándoles cuánto cuesta un pase en los coches choque para niños, o en el látigo, ni les voy a revelar que es mentira que en la tómbola siempre toca, porque no toca.
Si tienen ustedes alergia al polvo (al polvo polvo, no me sean mal pensados), entonces hagan el favor de tomarse un antiestamínico un ratito antes. Y vayan fresquitos, pero con rebequita por si acaso. Y no se preocupen por los zapatos: se le quedarán hechos una pena por la suela y por el empeine.
Además, la feria cansa. Más que un carnaval. Más que un día de playa.
Lo que me extraña es que, con el dinero que mueve (a dos euros por caña de cerveza, hagan la cuenta), no hayan instaurado recintos feriales perennes para seguir timan.. digo, engatusando a los turistas foráneos durante todo el año.
Les dejo, que me voy a la feria, a ver si por lo menos me regalan un sombrerito de paja para la playa.
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