Si son una medida del mundo en que vivimos, apañados estamos. La que nos espera para dentro de unos años: la reválida de la LOGSE no será nada comparado con cómo seremos y cómo será esta sociedad nuestra dentro de ocho o nueve años.
No es que yo haya sido siempre un chico culto (hice y hago mi bachillerato con tebeos y con novelas), pero uno recuerda que, de más pequeñín que ahora, lo obnubilaban concursos como Cesta y puntos, o cómo un puñado de chavales de menos de quince años demostraban que sabían de todo siguiendo el esquema de un partido de baloncesto (en los tiempos en que los domingos por la mañana, en la tele, nos dábamos un atracón de Emiliano, Luyk y el Real Madrid contra el Estudiantes; ¿quién juega hoy en el Real Madrid de baloncesto?).
Había otros concursetes majos: Un millón para el mejor, y el mejor era curiosamente un alcalde del régimen. Y luego llegó el Un, dos, tres, con su cultura pre-trivial y su estética de secretarias empollonas y cachudas. Uno podía ganar hasta un coche, que era el rien ne va plus de eso de ganar cositas, o un apartamento en Torrevieja, Alicante, y poco importaba que te hipotecaras las vacaciones futuras para toda la vida.
Hoy los concursos son de rubor. Me interesan un bledo los que implican solamente una habilidad física o un desprecio por la integridad propia: para eso están los premios Darwin. Lo triste es el nivel de los concursos "intelectuales", donde el esquema trivial pursuit (lo que los ingleses llaman un "quiz") bordea no ya lo surrealista en ocasiones, sino lo abyecto.
Lo triste es que ni siquiera las cadenas televisivas parecen darle importancia a ese tipo de concursos. Un papafrita cualquiera da dos volteretas, se deja pringar con aceite de colza sin refinar, se mete una serpiente de cascabel por la rabadilla y gana un pastamen. Llega un pobre licenciado en paro, soporta semanas y semanas bajo los focos, soporta también que le cambien las bases del concurso de un día para otro, y se lleva si acaso doscientas mil pelas a repartir con Hacienda, que sigue siendo unos más que otros.
¿Han visto ustedes la ridícula cantidad de pasta que se llevan, por ejemplo, los sufridos concursantes de Saber y ganar? ¿Y han visto ustedes el absurdo del nivel intelectual del concurso (bastante aceptable) con las preguntitas que hacen para que el público llame y pique y pague? Se pasa de lo sublime a lo ridículo. Uno recuerda aquellos concursos como Cifras y letras (que ahora emite alguna cadena autonómica), o El tiempo es oro donde los concursantes demostraban que sabían, y apostaban, y se llevaban cacho. Ahora presentarte a un concurso donde hay que demostrar que has hecho una carrera y recuerdas al menos uno de los reyes godos (yo, Wamba, por aquello de las zapatillas), es perder el tiempo, hacer el ridículo, ganar o no ganar ni un duro y quedar como un friki que tiene un mal gusto espantoso a la hora de cambiarte de camisa.
El summum de todo esto, la mezcla entre un tipo de concurso (para la generación Gran Hermano, entendámonos) y el quiz show de toda la vida lo tenemos, cada vez más apolillado el Un, dos, tres, en esa divertida parodia de la disciplina inglesa (no en vano el formato viene de las islas británicas) que es El rival más débil. Un concursete intrascendente, con preguntas la mar de chorra y unos pringadillos que se prestan a que la presentadora de turno, una señorita Rottenmeier con muy mala leche y una lengua que parece mía, los vaya poniendo de chupa de dómine cada vez que meten un patazo. Y lo meten cada diez segundos.
Qué nivel cultural, Dios mío de mi vida. Vale que estén nerviosos, pero que no se acuerden de decir "Banca" y sumar diez o veinte o treinta euros al cazo (se ve que no ven Cruz y Raya). Si yo fuera presentador del programa, trabajo me costaría no recurrir a la regla de madera y darles en el coco, por obtusos. Pero en fin, eso es lo que tenemos: unas preguntas tontísimas y unos tíos que se ufanan de haber llegado a la final, aun cuando fallen preguntas tan peregrinas como: "¿Qué rey español nombró primer ministro a Godoy?".
La respuesta que dio a esa pregunta la concursanta de turno fue: "¿Juan Carlos I?". No acertó ni una pregunta en cinco o seis rondas, la tía. Y llegó a la final sin abrir la boca, claro.
Me imagino los atascos que habría ese día en la caja cerrada del supermercado de turno.
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