Habré ido más veces, pero de mi vida como adulto recuerdo haber acudido en tres ocasiones a un espectáculo circense: Hace veintitantos años, cuando estaba escribiendo Lágrimas de luz y necesitaba ver cómo es un circo para inspirarme; hace ocho o nueve, El circo del arte de Miliki; y ayer mismo, aprovechando que hay uno en la ciudad después de unos cuantos años de sequía, por aquello de que ya no nos queda sitio para instalar la carpa.
El circo es, quizás, el último reducto de la bohemia, del romanticismo incluso trasnochado, si ustedes quieren. Gente de los caminos y de ningún sitio que viven (no sé si bien o mal), de exhibir sus habilidades a gente que los aplaude y a la vez los margina un poco. Uno no puede evitar romantizar historias sobre cada persona tras el personaje que se asoma fugazmente, entre saltitos elegantes, al serrín de la pista: el origen de los brazos tullidos del acomodador que, en el último pase, desfila maquillado de payaso Augusto; el parecido razonable entre el viejo maestro de kung-fu y el joven que ahora hace cabriolas y muesta katas a velocidad de vértigo; la tristeza que empaña los ojos de los equilibristas cuando sale mal por segunda vez el triple salto mortal con el que está a punto de romperse la crisma una muchachita de nombre eslavo.
Uno sabe que los oropeles son falsos, pero conoce también que hay quien vive con mucha honra esos oropeles. Y que las fieras y los animales dependen tanto de sus cuidadores y domadores como éstos de ellos. Y que debe ser una vida dura, y a la vez una vida hermosa donde, a cambio de jugarte la vida saboreas esa libertad que los demás solo vemos desde lejos, o en los libros, o en la tele.
No se puede dejar de fantasear sobre el circo, ya digo. Uno quiere siempre que las historias tristes y los dramas personales se impongan al maquillaje y la sonrisas. Y a lo mejor no es así. Supongo que todo lo que yo quería decir sobre esa profesión de locos que llevan no sé cuántos siglos muriéndose ya lo dije en aquel libro.
En la puerta del circo, ayer, un payaso viejo y de piel muy curtida, con apenas tres pinceladas de maquillaje en el rostro, hacía figuras de animales con globos. Y los vendía.
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