Ayer fue el fin de una era. Se veía venir, lo estaban barruntando los tiempos. El viernes compré una tortilla congelada... y me gustó. Y el sábado descubrí para mi sorpresa que, oh, conjunción cósmica, hay unos helados aún mejores que los de Los Italianos de toda la vida en la Calle Ancha, y además cerquita: la heladería (también italiana) Piazza Mina, donde su propio nombre indica.
Ayer tuvo lugar el tercer cataclismo histórico, las vueltas de campana que da la vida. Juan José Téllez, mi amigo del alma, mi hermano de letras, mi otro yo en tantísimos aspectos, ingresó con pompa, boato y circunstancia, glups, en el Ateneo Gaditano. Dentro de poco, ay, hasta le darán su nombre a una calle, como si lo viera.
Nos reunimos anoche la fiel infantería, los que fuimos hace veinticinco o treinta años chavalillos ilusionados en esto de la política y la poesía. Mucho viejecillo culto, algún militar con graduación, señoras de modales exquisitos, amigos del homenajeado... y un recuerdo de los jóvenes rebeldes, contestararios que fuimos, en la persona de los supervivientes o así del colectivo Jaramago en el que velamos armas: Antonio Anasagasti, Ana Sánchez, Leo Hernández, yo mismo.
Y un par de tomates, por si acaso, para mostrar nuestra repulsa a lo que no podía ser sino una claudicación, entrar por el aro, aceptar que la vida nos pasa por encima a todos, también a nuestro capitán, también a Téllez.
Ya. Y una mierda. Juanjo demostró una vez más que sabe torear de salón mejor que nadie, y ante la concurrencia inició la lectura de una conferencia que fue, en muchos aspectos, una bomba. Recordó la figura de los progres de antaño tal como son/somos hoy: rendidos al sistema, las espaldas cargadas de fracasos, las ilusiones vendidas a la nómina y los electrodomésticos chulis, y el cine de evasión sin cortapisas. Nos arrancó a todos lágrimas de risa para, sin contarse un pelo, soltar un mítin político, un discurso izquierdista e incendiario, ilusionado todavía, una toma de conciencia pepitogrillesca de lo que no somos porque no quisimos, porque no nos dejaron ni nos dejamos, porque no nos atrevimos por aquello del qué dirán. Arremetió bellísimamente contra la transición, contra la Constitución, para remontarse a la Guerra Civil, a la dictadura, a las guerras carlistas, a todo aquello que ha hecho siempre que el desencanto se comiera a las izquierdas. Y después, sin perder comba, y temiendo los tomatazos o los aplausos fríos de un público que lo mismo no estaba por la labor, se enzarzó en una defensa apasionada de esa misma Constitución "que llegó a funcionar quizá porque no nos gustaba a nadie" y lo mucho que todavía nos queda por hacer.
Juanjo, precavido, se había llevado una chaqueta de repuesto y un paraguas, porque temía que los amiguetes le tiráramos aquellos tomates prometidos. Después de aquella soflama, era imposible. Me levanté, crucé la sala y le entregué en mano el tomate. Sé que él lo interpretó como lo que era: una flor, un jaramago crecido, un guiño cómplice a nuestros dieciocho años.
El Ateneo ya tiene un genio a bordo, ahora tiene que aprovecharlo.
(Luego pasamos una noche divertida recordando batallitas, hablando de los problemas de los hijos, rememorando hazañas de la infancia con Oscar Lobato y su mujer. No es que estemos trasnochados, no. Es que nuestro sino era acabar por convertirnos en el Abuelo Cebolleta).
Comentarios (18)
Categorías: Aqui unos amigos