Y qué gloria de sábado, oigan. Por fin se acabaron las estridencias, los tambores, los niños corriendo y las madres chillando, el clopeteo de las pipas, el olor asfixiante a incienso, los resbalones por culpa de la cera. Una más, mañana, el Resucitado, y a otra cosa.
La Semana Santa más extraña de hace mucho tiempo, por lo que a mí respecta. No exactamente la más coñazo (sirve tener un aliado que se aburre, como yo, en las procesiones; gracias, Daniel), pero sí la más surrealista.
Porque estoy escribiendo un relato largo o una novela corta (o, a lo mejor, una novela larga, a ver por dónde me sale), y se desarrolla y se ambienta en Navidad, o sea, hace cuatro meses. Y es extraño extrañísimo hablar de turrones y belenes y árboles de colorines y pavo y regalos y prostitutas de alto standing y asesinos en serie cuando lo que le rodea a uno son capirotes y torrijas y señoras de mantilla y bandas de música, que aunque el protagonista es el mismo en las dos fechas, cambia mucho y antes era rubio y ya por marzo o abril es moreno y tiene barba.
Surrealismo en estado puro, casi. Y lo mismo, si me pongo en racha y escribo la continuación este verano, con las calores, me pasa tres cuartos de lo mismo, porque quiero desarrollarla en Carnaval y en Cádiz, con un tal Howard Phillips Lovecraft como estrella adorada.
Les dejo, que Angelito Fiestas está abriendo los regalos y le han puesto un portátil Toshiba la mar de mono que lo mismo ayuda a Torre a resolver el caso.
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