La historia de la civilización no es, en el fondo, sino la búsqueda de la comodidad. Todo aquello que es cultura (o sea, lo que no es naturaleza) nos sirve para facilitarnos la estancia en este mundo. Pasamos de empujar el arado a encontrar un animal que lo hiciera por nosotros, y de ahí a un tractor que puede que no fuese amarillo como en la copla esa horrible, pero que hace el avío. Pueden ustedes ir poniendo los millones de ejemplos que quieran (dejando fuera, claro, los fusiles y las bombas).
Pues por eso, porque los seres humanos vamos buscando en esta vida cosas que nos hagan más cómodo vivir, no comprendo la manía que les ha dado ahora en las cajas de los hipermercados. Compras un pack de leche (desnatada, entera, enriquecida con calcio, con bífidus activos, semi o con jalea real, que ya son ganas), y al llegar a la caja, la amable señorita que anuncia su nombre (a veces me gustaría que también el teléfono y el e-mail, seamos sinceros) en un rectangulito junto al seno izquierdo te obliga a romper el cartón gordo y sacar una caja de leche del pack, para pasarlo por el escáner. Lo mismo con el agua: me imagino a los envasadores de Fontvella (si no son autómatas) poniendo toda su ilusión en encuadernar de seis en seis o de cuatro en cuatro sus botellitas tan monas, y a los diseñadores empleando sus meninges en idear un sistema que permita transportarlas a lo bestia, echando músculo (en Cadi decimos sacando papa), para que en el momento crucial en que uno suelta el monimoni la amable señorita de las tetitas encamisadas te diga que le saques una. Una botella, quiero decir, para pasarla por el escáner.
Y al final te tienes que ir con los doce leches y las seis botellas de agua dando tumbos dentro del coche. Inconcebible a estas alturas. Imaginen ustedes que uno compra jamón en lonchas (que ahora vienen con las lonchas separadas de una en una por una fina película de plástico, porque alguien sensato se ha estrujado las meninges y ha visto que se destrozan y se pegan unas a otras en el momento en que le vamos a hincar el diente), imaginen ustedes que uno compra el jamón en lonchas y la amable señorita de los senos turgentes le pide que saque una loncha para pasarla por el escáner. Y no busquemos ejemplos más ridículos: bolsas de pipas o de basuras, preservativos, latas de aceitunas, cacitos de detergente o queso en porciones El Caserío o La Vaca que ríe (que se nota por cierto que es francesa, porque si fuera española lloraría por aquello de que su marido solo trabaja un día al año, los domingos a las cinco de la tarde).
Pase que uno vaya a un hipermercado y tenga que batirse en duelo con el carrito de las narices, que ya sabemos que está trucado para que se desvíe convenientemente hacia los lados para que choquemos una y otra vez con las ofertas. Vale que pisar un hiper es hoy en día un acto de valor, por aquello de la música lenta y soporífera cuando está vacío y la música pachangera y a toda marcha cuando está lleno (para que te relajes y te entretengas en el primer caso, para que aceleres y ahueques en el segundo: para ampliar las ventas, en cualquier caso). Pero tener que romper los cartones de leche y los packs de agua son un contrasentido.
Programan en los ordenadores las ofertas y a nadie le ha dado por hacerlo con esos productos o poner una pegatinita con código de barras en la parte externa. Debe ser algo complicadísimo. Tiempos aquellos en que se podía beber la leche recién ordeñada y te manchaba el vaso y los labios y el agua del grifo sabía a agua y no nos daban en tocomocho con ella las sucursales inglesas de la cocacola...
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