Y no es nostalgia, imagino, sino incomodidad. Pero uno se acostumbra a ciertas cosas y cuando, de pronto, esas cosas dejan de existir por imperativos categóricos que no comprende, de pronto el mundo se le hace un mundo.
Por ejemplo, las patatas fritas. Te acostumbras a una marca como yo llevo casi un año acostumbrándome a esa marca (no lo voy a decir, que no me pagan por ello). Voy la semana pasada al supermercadomegachuli de costumbre y, zas, ya no la hay. Muchas patatas de todo tipo y hechura pero esas no. Ay. Les juro que los langostinos salvajes ya no saben igual.
Me pasó los mismo con el pan inglés, y con el pan inglés integral. Y con una mantequilla que tenía yogur y era alemana y estaba riquísima. Y con unos frascos chulísimos (y carísimos) de crema de espárragos de verdad que ya no traen. Y con el pan de pueblo del Hecho en Cádiz. Y con la Mirinda, que nadie más que Paco Gandía y los Morancos parecen recordar ya (aunque me dicen siempre que en Canarias todavía existe), y con el Orangina, que vino más tarde. Y hasta con la Coca Cola, que no he vuelto a probar desde que, al cambiarle la fórmula clásica, me causó alergia hace casi veinte años.
Echo de menos restaurantes que fueron favoritos y que cerraron un día y de ellos nunca más se supo (la de buenos sábados por la noche que hemos pasado en Gonzalo, comiendo pescado y langostinos que ya no existirán más), o del bar que tuvo la feliz y original idea de ofrecer tapas de cocina china, con lo que podías comer de todo sin tener que pedir una ración entera (duró tres meses, creo). Echo de menos los almanaques de los tebeos, por Navidad y por verano. Bueno, también echo de menos los tebeos, que apenas leo.
Echo de menos asomarme al buzón siete veces al día a la espera de mi revista de estudios sobre el cómic favorita, o el paquete con tebeos que venía de América cuando América estaba mucho más lejos que ahora.
Echo de menos los domingos de plaza, cuando la plaza era de verdad y había baratillos donde se encontraban libros y revistas y tebeos en segunda repesca y no como ahora, que es un basurero donde, literalmente, lo que no se vende se queda para la basura.
Echo de menos el carnaval cuando el carnaval era para mi edad, el tiempo fugaz que nos dio por liarnos la manta a la cabeza y sacar algo que decíamos que era una chirigota.
Echo de menos la cerveza Cruz Blanca, y la ensaladilla de Los Lunares, y sus famosos flamenquines. Y Radio 3, cuando era distinto y en mi casa llegaba la señal, y pude durante un par de años aficionarme a la música.
Echo de menos visitar Gibraltar por comprar videos (que ya no existen en mi agenda) y revistas de ciencia ficción que me costaban una pasta y que ahora me llegan cómodamente arrugadas por correo.
Y uno comprende que unas cosas cambien porque no todo va a sobrevivir: ya no escribo a máquina, les contaba hace unas historias. Sería absurdo pretenderlo.
Pero no comprendo esa manía, de pronto, de cambiar la fórmula de un producto y, con la excusa de mejorarlo, cargárselo para los restos. O hacerlo desaparecer directamente del mapa.
Menos mal que lo de la cerveza Coronita, que ya vuelvo a encontrar en su pasillo correspondiente, pareció una falsa alarma...
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