Llevamos una buena racha de aniversarios. A los héroes de los tebeos de días atrás, se une hoy un héroe (o tal que así) de la gran pantalla. El tío Archie. Archibald Leach. O sea, nada más y nada menos que Cary Grant.
Hace cien añitos que nació el mozo, en Inglaterra, donde aprendió primero a hablar argot y luego en flema. Hijo de una loca, como Charlie Chaplin, con quien tiene tantísimos puntos de contacto; échese un vistazo al lenguaje gestual de, por ejemplo, Arsénico por compasión o La novia era él: se nota que ambos proceden del vodevil y eso marca.
Fue guapo, de hombros cuadrados y mentón imposiblemente perfecto. Fue el molde para Clark Kent y un montón de otros héroes de tebeo. Fue capaz de hacer el ridículo sin perder la compostura, enamoró a las más bellas de entre las bellas y supo envejecer con esa gracia que Dios da a los ingleses guapos, la que dice que un siervo de Su Majestad británica, si sale bello, es bello hasta el día antes de su muerte, o eso me contó en mis años de facultad mi querida Katharine Hepburn particular de entonces, Marisol Dorao.
Cary Grant fue un compañero de juerga limpio y ordenado, pero también tuvo un reverso inquieto y tenebroso (el personaje que interpreta en Gunga Din, alocado y pendenciero, el modelo sobre el que luego se edificaría Indiana Jones, por ejemplo). Y fue, claro, el ladrón de guante blanco que es el sueño húmedo de tantos galanes maduros del cine de todo el mundo, desde George Clooney a Arturo Fernández. Sólo tuvo, para mí, dos herederos: Tony Curtis, que tan bien lo homenajeó en Con faldas y a lo loco, remedando ese acento que según Jack Lemmon no tenía nadie, y ahora Pierce Brosnan, que no es inglés como él, sino irlandés, pero tiene esa apostura imitada a las clases altas que tan bien remedan las clases pobres de la Gran Bretaña. Quizá, ahora que lo pienso, Michael Caine fuera su tercer alumno aventajado.
Fue divertido y nos hizo reír a mandíbula batiente. Fue romántico e hizo suspirar a mujeres de predicadores y a chicas mayores de edad que se hacían pasar por mujeres más jóvenes. Hizo de gigoló para Mae West (con un par de pistolas en el bolsillo), y saltó dando brincos con tía Kate a la búsqueda de un leopardo o de un hueso de dinosaurio. Se enamoró de Grace Kelly y de Sofía Loren. Hasta lo vimos correr en ropa interior por las olimpiadas de Tokio, ya mayor y sin perder jamás esa compostura inolvidable.
Decían que era también el actor perfecto para encarnar a Philip Marlowe. Y al mismísimo Bond, James Bond. Fue y no fue un asesino con vasos de leche envenenada (gracias a Hitchock, a quien no le dejaron pervertirlo lo suficiente: tarea que consiguió con creces con Jimmy Stewart) y, por si fuera poco, jamás interpretó un solo western. Lo que son las cosas, sólo le dieron, ya viejito, un Oscar honorífico.
Hay dos películas que no hizo y tendría que haber hecho, en mi opinión: La reina de Africa (con perdón de Bogart, su suciedad no tenía morbo), y Sabrina, donde volvió a dejar que Bogie le quitara la chica, aunque se desquitaría de ambas haciendo de marinero borrachín en Operación Whisky y en Charada.
Fue el héroe perfecto de una película que ya tardamos en recuperar y poner en su justo sitio: Sólo los ángeles tienen alas. Y dio el pego de ser siempre, y sin duda lo era, corriendo delante de un avión fumigador, con peluca de época, esquivando ancianas tías mochales o buscando uranio en mansiones de nazis, un caballero.
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