Es bueno que los grandes maestros reconozcan y homenajeen a sus maestros, y al viejo Clint Eastwood nunca le han dolido prendas al aceptar que aprendió a hacer cine con Sergio Leone y con Don Siegel, y que lleva su marca. Y es bueno que los grandes maestros, pese a las influencias inevitables, vayan a su bola y hagan cine casi a contracorriente, como de antiguo arte y ensayo: un cine despacioso, que se toma su tiempo y no vuelve loca a la cámara, donde pesa la historia y la interpretación por encima de la espectacularidad, el sentimiento contenido sobre la emoción cruda.
Ya con su primera y lejana película, Escalofrío en la noche (Play Misty for me) el viejo Clint coqueteó con el fantástico, como luego hizo con El jinete pálido o, aquí en Mystic River, donde parece homenajear a Stephen King: Ésta es en el fondo una película de vampiros y hombres-lobo, como teme el torturado personaje de Dave, el niño que no llegó a escribir su nombre en la acera, interpretado por un Tim Robbins tan inspirado como sobrecogedor: No en vano la película tiene por cartel las tres siluetas de los dispares protagonistas reflejadas en el agua negra del río de Boston que presta su título a la cinta.
Eastwood juega con esa simbología de la luz y la sombra, igual que sus actores parecen jugar a ser otros actores. Si Robbins puede remitir en ocasiones a un introvertido y traumatizado Tom Hanks oscuro, Sean Penn recrea a su personaje de Jimmy a lo Robert De Niro, tatuajes homenaje a El cabo del miedo y coqueteos con la iglesia incluídos, mientras que el siempre inspirado Kevin Bacon casi funciona como alter ego del director Clint Eastwood, recreando al policía que durante tantas décadas hiciera famoso al cineasta.
Desde el nombre del detective de la policía estatal (Sean Devine)o su compañero (Whitey) a la esposa de Robbins (Celeste) o los sicarios de un en-apariencia-redimido Penn (Savage) o el anillo con el sello de la cruz del pederasta viejo (¿un ex-sacerdote?), la película contrapone, decía, mundos de luces y sombras bajo una fotografía que es siempre gris. En ese mundo de luces y sombras, el personaje de Sean Penn va evolucionando hacia el color negro, de ahí sus ropas finales, de ahí que se oculte tras unas impenetrables gafas oscuras y se rodee de una cohorte de hombres-lobo a su servicio. En ese mundo de luces y sombras, Kevin Bacon va escapando poco a poco hacia la luz, de ahí su corbata ya suelta en la resolución del caso, el final feliz que merece la segunda oportunidad de su situación familiar. En ese mundo de luces y sombras, el precio es una víctima de pederastia sobre quien recaen las sospechas de una comunidad que tiene miedo de sí misma y a quien solo puede ofrecérsele un bautismo equívoco y sin camino de regreso.
Eastwood conjuga a la perfección las historias de los personajes, desde el prólogo veinticinco años atrás a los huecos que no se cuentan, los saltos de acción (qué hizo o no hizo Tim Robbins esa noche aciaga, cómo se apoderó ilegalmente del coche y detuvo al sospechoso un eficacísimo Laurence Fishburne). Y además lo hace describiendo su entorno familiar y social, rodeándolos de elementos y personajes que componen un puzzle donde todo está relacionado en torno a un crimen (o dos) y un whodunit cuya resolución va trenzando los destinos de todos los implicados.
Es una historia que, pese a las estrellas implicadas en el proceso (tres grandes actores que además son directores de cine), no provoca nunca la sensación de estar viendo a gente bigger than life. El entorno social de ese barrio del sur de Boston es el entorno social de cualquier barrio del mundo: el suyo, el mío. El interior de las casas es incluso cutre: el alcohol y el tabaco campan por sus anchas. Resulta incluso entrañable que, en una escena, veamos un bar llamado, así en español: "Bar Los Recuerdos". Como en casa, ya digo. Lástima que aquí no se hagan películas de este género.
En contra, el doblaje, que presta una especie de solemnidad que sin duda se contradice por naturalidad en versión original (la "voz" de Sean Penn es que me crispa, oigan). También resulta extraño ver que hablan continuamente de "aquella noche" y no de "esa noche", habida cuenta de que apenas han pasado un par de días y el cadáver de la hija de Penn todavía no ha recibido siquiera sepultura.
Lo mejor, el eterno cruce de miradas entre los personajes. La complacencia de Eastwood en mostrarnos los ojos de sus actores, las emociones de sus personajes, sus dudas, sus ansias, sus mentiras. Esa escena final del desfile patriotero que jamás ha sonado más falso se centuplica en la soledad de la esposa que no ha sabido proteger a su familia y sufre el castigo de su falta de confianza. Por contra, la esposa de Penn, cuasi invisible hasta el momento, hermosa pero sin estridencias, ha pasado a convertirse en una terrible Lady MacBeth, ambiciosa y sin escrúpulos que quiere ser, ahora que no tiene ya la competencia de su hijastra, la reina no del barrio, sino de la ciudad entera. Sólo hace falta un precio insignificante: un alma.
Eastwood entrega su mejor trabajo hasta la fecha. Y lo hace, les decía, homenajeando a sus maestros. La tensión de Don Siegel, capaz de revelar capas ocultas de una América que se empeña a desconocerse a sí misma. La inclusión del viejo compinche Eli Wallach y, sobre todo, el comentario final de Kevin Bacon/Clint Eastwood, y su reconocimiento a Érase una vez en América: A veces pienso que los tres subimos a ese coche, y que todas nuestras vidas son solo un sueño del que quizá no despertaremos algún día.
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