Cuando era jovencito, uno de mis placeres secretos era, este día del año, ir a casa de los amigos a despertarlos y pasearles por la cara mi descanso cuando ellos intentaban superar la resaca. Entonces, no sé si lo saben ustedes, esto de los cotillones (o sea, el botellón de cada fin de semana pero con tiros largos) no estaba tan extendido como ahora. Mi generación no se dejaba timar, quizás, o hizo el cálculo de cuántas copas equivalían a cuántas pelas. O simplemente con la casa del primo de alguien (primo por partida doble) valía para hacer una fiesta de fin de año. Yo, ya digo, siempre he sido tan soso que prefería quedarme en casa y dormir como el bendito que siempre he querido ser. Así pude ver la primicia de aquel momento histórico que fue el primer pase del Thriller de Michael Jackson: no me quejo.
Me encantaba, ya digo, ir a despertar a los amiguetes con la excusa de que el año nuevo estaba brillando en la calle y había que ir a pasear y tomar el solecito. Era un poema ver aquellas ojeras, aquellas legañas, esos pelos revueltos, los pijamas al revés, el aliento agrio. Y yo fresco como una rosa, hecho un pimpollo. La alegría de esas pequeñas putaditas a los amigos se me acabó cuando, uno de ellos, me recibió a la una de la tarde hecho una braga, descuajaringado, medio muerto, un despojo de alcohol y falta de sueño... y el tío, para reanimarse, se preparó delante mía dos huevos fritos con muchísima pringue y se los fue engullendo mientras a mí me daba algo. Salí de su casa con las tripas revueltas, como si fuera yo quien tenía resaca. Nunca más volví a hacerlo.
Ahora tengo, hoy, otro pequeño placer secreto. Paso la noche de fin de año en casa de mi suegra. No por nada, sino por huir de la fiesta estridente que se celebra justo debajo de mi casa, en el restaurante chino alquilado para la ocasión a un grupúsculo de niñatos. Como no me fío de las medidas de seguridad de la cosa, y me da miedo encontrarme algún año la sorpresa desagradable de que la manzana entera se haya ido a hacer puñetas, el día de hoy suelo coger el coche a eso de las doce o poco antes y venir a comprobar que mi casa sigue en su sitio.
Y esa es la gozada, oigan. Conducir tú solito, en el trayecto que va desde El Puerto de Santa María a Cádiz, y tener para tu disfrute toda la carretera entera, sin un alma, sin un coche. Solos el volante, el sol, la mañana que empieza y uno mismo. Es un placer inmenso (y a mí no me gusta especialmente conducir, conste). Da la impresión, de verdad, que uno es dueño de lo que vaya a pasar consigo mismo a partir de ahora.
La casa, por lo menos hoy, sigue en su sitio y los dueños del restaurante ya han vuelto a recuperar lo que era suyo. Uuuf.
Feliz Futuro a todos.
Comentarios (10)
Categorías: Reflexiones