En estos días del año vivimos en el espejismo de creernos en una encrucijada. El calendario manda y nos obliga a hacer balance: mira uno hacia atrás y se evalúa en doce meses. Piensa que a partir de unas pocas horas tendrá un cheque en blanco para conseguir todo aquello que desea en la vida.
Me fastidia. Evaluarse uno a estas alturas acaba siempre por hacerle recordar lo que quiso y no consiguió, lo que pudo ser y no fue, lo que se quedó en el camino o no llegó a arrancar siquiera. Le guste o no le guste a uno, acaba haciendo balance de un montón de sueños rotos. O por lo menos yo, este año, no tengo un balance optimista.
Es lo de menos. Lo pasado, pasado está. Más me joroba la segunda parte de la fecha: mirar hacia el futuro creyendo de verdad que va a ser no ya distinto, sino mejor que ahora, como si colgar otro calendario fuera a significar que todo va a cambiar, que es cierto que un anciano con un reloj de arena se marcha para que entre un niño pequeño envuelto en una gasa larga con un número terminado en cuatro.
Y entonces vienen las supersticiones: prendas interiores rojas (qué horterada), quemar no sé qué a tal hora ante una ventana abierta que el año pasado tenía que estar cerrada, beber champán con un anillo de oro dentro, guardar un corcho húmedo, doblar en treinta partes una carta. Todo para hacernos, de nuevo, creer que la suerte cambia a gusto del consumidor, que la casualidad tiene una causa que alguien puede controlar y no es ella misma la que nos controla.
Como resultado, mirando hacia atrás y haciendo perspectiva de lo que viene por delante, uno, que siempre vive en el futuro, acaba temiendo el futuro que se embosca. Y, como vivo en ese futuro, pienso ya en dentro de un año, y en qué habrá pasado con mi/nuestras vidas, con mi/nuestras suertes, con mi/nuestros seres queridos. Y me da miedo, y me preocupa, y hasta me asusta.
No quiero ser contable de mi tiempo. Que no quiero. Que no me da la gana.
Comentarios (7)
Categorías: Reflexiones