No sé si soy un bicho raro (bueno, sí lo sé), pero de la adaptación que Peter Jackson ha hecho de El Señor de los Anillos si tengo alguna queja es, precisamente, la queja contraria a todo el mundo: el afán desmedido de fidelidad, el deseo un poco tonto y elefantiásico de ignorar que en los medios visuales se narra muchas veces mejor con menos. O, como dice Mario Puzo referido a los escritores realistas rusos, que hagan falta seis páginas para contar cómo un tipo se tira un pedo.
Supongo que Jackson estaba cogido por los huevos y en el tira y afloja de qué dejar fuera y qué meter dentro habrá tenido sus muchísimos quebraderos de cabeza. Personalmente, lo dije en su día, el afán de ser literal al libro hizo que La comunidad del anillo me pareciera farragosa y lenta en muchísimos momentos, y que, el saltarse a la torera muchos detalles supuestamente inviolables de Las dos torres le quedara una peli más amena, cinematográficamente más ágil, con momentos antológicos como la batalla bajo la lluvia y la noche.
Aún no he visto la versión extendida de esa segunda película, y si bien tengo que reconocer que la primera de ellas mejora paradójicamente añadiendo metraje, no sería muy descabellado suponer que El retorno del rey estará sin duda mejor cuando pueda visionarse en dividí dentro de un año. Si eso es lícito o desaconsejable, si es un timo descarado o un desatino ingenuo lo dejo para ustedes.
Porque El retorno del rey sigue siendo más de lo mismo: más de lo bueno y más de lo malo que como adaptador tiene Jackson (y, posiblemente, el libro del que Jackson parte). En su afán por hacer un espectáculo no sólo más grande que la vida, sino más largo que la vida, Jackson se pierde en escenas principales y escenas secundarias, olvidando como olvidó en el primer montaje de La comunidad del anillo eso tan indispensable como son los personajes. Las escenas de acción y batalla, confusas y borrosas en ocasiones, bellamente coreografiadas en otras, colosales y behemóticas cuando se puede, se tragan todo posible desarrollo psicológico de personajes protagonistas y secundarios por igual: Faramir y su despeinado papá, tan parecido a Meat Loaf, casi sobran en la historia. Uy, no, perdón, qué sacrilegio: en esta historia no sobra nada. Quiero decir que, ejem, faltan siete u ocho horas que expliquen mejor los motivos de ambos y otras nueve o diez para que comprendamos por qué Pippin es tan listo y el senescal de Gondor tan obtuso (e, imagino, una addenda a la versión extendida para que veamos lógico que necesiten un helipuerto en Minas Tirith).
Ni Gimli, ni Aragorn, ni Legolas, ni Gandalf tienen aquí ya más peso que el de puros iconos, comparsas reconocibles dentro de las melés de las batallas. Cuando aparecen, es para decir su frase y poco más. Y su frase es, por desgracia, la misma frase que vienen diciendo siempre: los personajes no evolucionan dramáticamente (lo mismo, no sé, tampoco hacía falta), pero resulta molesto y confuso que repitan tantas veces lo mismo.
Lo mismo pasa, y es peor, con Frodo, supuestamente el eje de la historia, comido por completo (como ya pasó en la segunda parte de la historia) por el histriónico Gollum. Mejor les va, afortunadamente, a Pippin y Sam: en cierto modo, esta es la película de ambos, y se agradece que ambos personajillos crezcan y maduren y alcancen el estatus de héroe que equívocamente al final se lleva Frodo. Se nota, ciertamente, que Elijah Wood ha leído e interiorizado su personaje: lo que no se nota demasiado es lo que ese personaje transmite.
La película, pues, insisto, es más de lo mismo. Tiene en la anterior entrega su máximo enemigo. O, por decirlo de otra manera: tras una batalla tan apabullante como fue la del Abismo de Helm, las batallas de este nuevo capítulo casi no sorprenden. Si has visto a dos millones de orcos en acción, ver a dos millones cien mil apenas causará sorpresa. Y como el resultado final de cada batalla es, como poco, una sacada de manga descaradilla y tramposa (de pronto hay millones de enemigos, de pronto no hay ninguno), pues tampoco causa la sorpresa que, insisto, a lo mejor tendría que causar. Después de decir tantas veces "que viene el orco" uno ya sabe que no son tan terribles como los pintan.
En medio de todo eso (y permítaseme que por una vez haga una comparación con los libros, aunque he procurado en todo momento no hacerlas), la conjunción de escenas paralelas no tiene la garra narrativa necesaria, garra de la que el libro es un puro alarde, una magistral jugada de arquitectura escénica. No pesan igual las acciones de los héroes desperdigados y, además, para desarrollar una acción el director tiene que olvidar las demás, haciendo que el ritmo de la historia sufra.
Es en la síntesis donde Jackson fracasa: sobran escenas que apenas aportan nada al conjunto, excepto ese afán algo absurdo de literalidad mal entendida. Y, precisamente, cuando a la síntesis se remite se nota que faltan huecos en la trama. La resolución del conflicto político de Aragorn (y hasta las dudas de Aragorn) brilla por su ausencia: terminada la batalla, aparece con el escudo de armas del árbol blanco y se da por zanjado el tema.
Lo mejor, la batalla contra los elefantes que homenajea sin pudor la batalla de Hoth de El imperio contraataca. Lo peor (aparte de una Liv Tyler que sobra en toda la historia y que está tan mal fotografiada que parece estar sufriendo un ataque de alergia o un constipado), que la película no acaba nunca. Resuelto el conflicto del anillo (sin garra, por otra parte, sin tensión por el qué va a pasar, o eso me parece), Jackson se entretiene en mostrar qué pasó luego, intentando ser de nuevo fiel al libro, sin querer admitir que no hacía falta fotografiar hasta la última coma. Media hora de escenarios naturales tras el clímax final se hace abusiva.
Y lo peor es que uno imagina que, como ya pasó antes, es posible que el conjunto salga ganando metiendo un poco de tijera en el metraje... o ampliándolo.
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