Estuve viendo ayer tarde El mensajero del miedo en el satélite. No tengo nada que traducir y he aprendido que las novelas propias se cuecen mejor cuando uno les da vueltas y vueltas en la cabeza y no deja que escriban solo los dedos. Ya saben ustedes, The Manchurian Candidate, la peli de John Frankenheimer basada en el libro de Richard Condon. Espléndida fotografía en blanco y negro, una puesta en escena maravillosa, algunos travelings de quitarse el sombrero.
Y una historia de espías en la guerra fría y de resonancias griego-shakespearianas que me hizo quedarme pegado delante del televisor, sobornar a mis hijos para que se pusieran aquí en el ordenador a jugar con el Paint y me permitieran seguir la trama tranquilito.
Hemos visto quizás muchas veces esta historia, o la hemos imaginado, o quizás la hemos temido. De los cómics de XIII al álbum Angel Face de Blueberry, de cualquier película de Fu Manchú a los mismísimos Watchmen. Si les cuento que acabé la noche viendo La casa de los espíritus y su versión del golpe de Pinochet, apaga y vámonos. Pero claro, lo hemos visto después. Lo impactante es ver cómo, quizá por mor de esta película, la vida ha acabado imitando al arte.
Lo curioso es que se ve tongue in cheek. Ha pasado tanto tiempo desde su realización (es de 1962), que en gran parte, sobre todo al principio, funciona casi como parodia. Pero luego la fuerza de las escenas, la gradual muestra de cartas de la trama, el recurso a la hipnosis y el gatillo mental de la reina de diamantes, tan bien dosificado, con esos rostros de Frank Sinatra y Laurence Harvey cubiertos de sudor, nos conducen a una espiral, a un climax que recuerda a buena parte del cine tipo thriller que vendría más tarde, en unos años setenta dominados por un Richard Nixon que tanto tantísimo se parece al personaje interpretado por James Gregory: el calzonazos, feo, sudoroso y borracho aspirante a la vicepresidencia de los USA, en realidad el candidato manchú a la Casa Blanca, anticomunista de pega, destructor desde dentro del sistema. Si uno recuerda que Nixon fue, en efecto, vicepresidente poco antes de que se rodara esta película y que, además, fue en los setenta quien inició la apertura de negociaciones diplomáticas con la China de Mao en aquella política de ping-pong que luego parodiaría con tanto acierto Forrest Gump, el disfrute se vuelve aún más intenso.
La película, no sé si lo saben ustedes, fue retirada de las pantallas al poco tiempo de estrenarse. Sinatra, productor y amigo de Kennedy, dicen que por respeto la mandó archivar (otros, claro, dicen que por discusiones monetarias), por lo que no se reestrenó comercialmente hasta treinta años más tarde. Lo cierto es que las escenas finales recuerdan poderosísimamente al magnicidio de Dallas, sucedido apenas un año después. Y dicen que Lee Harvey Oswald había visto esta película. Nadie comenta si lo hipnotizaron también como al personaje protagonista o no, quizás la explicación definitiva a un misterio que, como los crímenes de Jack el Destripador, no se resolverá nunca. Ni falta que nos hace, imagino.
En la pugna entre el historiador y el poeta, siempre tendrá la razón el segundo, lo sabemos desde la guerra de Troya.
Dicen que ahora quieren hacer un remake de este thriller. En buen momento, me parece. Quizá incluso una nueva visitación a estos tejemanejes manipuladores nos aclare por qué el Instituvo Pavlov de Moscú (o el enemigo que pongan ahora) se contentó con manipular a uno solo de sus soldados prisioneros, teniendo otros doce peones que manejar también por si acaso. Uno de ellos, nada menos que Frank Sinatra.
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