Yo fui un niño que amaba la lluvia. La infancia huele a nubes, a suelo mojado, a ropa húmeda y pelos contra la cara. A regañina de madre y sonrisa de complicidad de hermanos. Fui un niño que amaba la lluvia porque la lluvia era lo más parecido a la libertad: solos el agua y tú, y tus amigos y tú, y el chaparrón y tú, y los coches que circulaban lentos aunque parecían veloces y levantaban un pequeño tsunami de color asfalto que te pasaba por encima de la cabeza y te dejaba hecho un cromo, hasta las trancas.
Yo fui un niño que amaba la lluvia porque te permitía usar botas de agua y chapotear en los charcos (salvo aquella vez que el charco fue más profundo que el borde de la bota y no me sirvieron para nada), y correr como el viento, pero sin mucho interés, a la búsqueda de una casapuerta o una marquesina (nunca un árbol) donde guarecerte. La lluvia trae de la mano la impaciencia del niño, las ganas de correr y saltar, de dejarse bañar por una ducha que entronca, no sé, con el primer protohumano. La lluvia de la infancia era, insisto, saber que formabas parte de un mundo que no se acababa en la puerta de tu casa o de la escuela.
No sé cuándo la lluvia dejó de gustarme. Cuando, con dieciocho o diecinueve años, me puse gafas, imagino. Entonces dejó de ser la libertad y yo, el mundo y yo, la climatología y yo. Me había parapetado detrás de un cristal portátil, como el cristal de las ventanas de la casa o de la escuela, y ya nunca fue lo mismo. Era imposible correr, o caminar despacio, si la lluvia te iba dejando ciego gota a gota. Era imposible conducir, porque la visión también se nublaba, y ya había que tener cuidado para no mojar de un tsunami color asfalto a la gente que pasaba por las aceras (porque, al contrario que los niños que un día fui, a la gente de ahora le molesta verse salpicada). Llueve siempre que los niños salen de clase, y siempre que entran: ni diez minutos antes ni diez minutos después: la ley de Murphy del agua.
Y además llueve los fines de semana, fastidiando esas mil cosas que uno quiere hacer y que ya no hace (aunque, lo más probable es que tampoco las hubiera hecho si el sol estuviese fuera).
Yo fui un niño que amaba la lluvia, y todavía hay en mí una parte secreta que se alegra cuando llueve. Pero ahora quizás se alegra porque me pilla a salvo en casa, a resguardo de los rayos y los truenos y los tsunamis de color asfalto que levantan las coches contra las aceras.
Quiero volver a ser ese niño. O quiero, al menos, volver a amar la lluvia como la amaba.
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