No era mi intención, lo juro, que el post anterior se convirtiera en altar auto-erigido donde alumnos de ahora, alumnos de siempre y amigos en general me tiraran flores, porque no las merezco ni las he merecido nunca. Los nervios del primer día de clase no tienen nada que ver con que luego uno sea capaz o no de dar bien las clases. Hay días en que uno corta orejas y rabo y otros días que, de ser posible, acabaría corriendo pasillo abajo entre almohadillazos y los silbidos del respetable.
Puestos a tirar flores a alguien, me vais a permitir que tire flores hacia un compañero que se llama como yo, que da(ba) clases en mi colegio, de inglés igual que yo, y que lleva un año lejos de nosotros, y otro que le queda. Y posiblemente alguno más, si tiene suerte y se sale con la suya.
En el seminario de inglés eramos dos Rafas: él y yo. Rafa Luna y Rafa Marín. Y dos niñas, Lourdes y María del Mar. Hace unos años nos llegó la reconversión industrial y tuvimos que apañárnoslas como pudimos: las niñas dando clase de alemán, yo de literatura universal (lo mejor que me ha pasado en la vida), y Rafa Luna, glups, echando una mano en religión y catequesis.
Sé que Rafa, porque era mi amigo y estaba muy cerca de mí en muchos aspectos, no se sintió entonces especialmente feliz. Pero poco a poco, lo sé también, le fue cogiendo el gustillo a eso de dar una serie de contenidos que no tenían por qué ceñirse a lo puramente académico, sino a la vida y sus vericuetos. A mí me pasa más o menos lo mismo con las clases de literatura.
Poco a poco, supongo que influido por la teoría de la liberación y por sus ganas de arreglar el mundo (que eso, y no otra cosa, es lo que pretendemos los profes desde la parcela que nos dejan, que cada vez es más pequeña), Rafa Luna se fue implicando con las catequesis, con los jóvenes, con eso que ahora se llaman "proyectos" y que antes, en manos de religiosos de carnet, se llamaban "misiones".
Y, ni corto ni perezoso, en septiembre pasado (y Javi Gala,que está por aquí, lo acompañó unos meses antes, ¿no?), Rafa Luna se lió la manta a la cabeza (nosotros decimos medio en broma que se cayó del caballo camino de Damasco) y tras un montón de papeleo (lo que se ahorra uno al morirse, parece, porque darse de baja en la sociedad occidental es pesadillesco), de vacunarse contra enfermedades que necesitan hasta letras nuevas, dejó el colegio y se fue a Guatemala, al proyecto de Las Conchas.
Está en excedencia, en teoría durante dos años, y de vez en cuando nos escribe cartas kilométricas con su letra nerviosa, sucia y apresurada, donde nos cuenta sus cosas. Cuenta y no para, claro. Porque el proyecto no es, como podríamos pensar desde aquí, un proyecto "evangelizador", sino nada más y nada menos que un proyecto "civilizador": llevar agua, crear escuelas, levantar techos, incluso transportar parturientas a hospitales a través de la jungla o instalar un teléfono.
Rafa Luna está feliz, y yo me alegro por él, claro. Aunque lo eche de menos (bueno, no tanto, me lo han cambiado por dos ex-alumnas, hoy profesoras, muy guapas). Ha estado de visita este verano y nos ha traído cientos, quizá miles de fotos de ese mundo que es ahora su mundo, esa realidad que es su realidad. Se le ve pletórico, realizado, ilusionado con esas gentes y esos ambientes que nos pillan tan lejos.
Me da, por qué no decirlo, un poco de envidia. Rafa Luna era como yo, como somos todos nosotros, alegre, desordenado, despistado, generoso pero no hasta ese punto que ha llegado ahora. Ya está de vuelta en Guatemala. No sé si será capaz de regresar ni, si lo hace, de integrarse entre nosotros, tan torpes, tan lacios, tan materialistas y tan superficiales.
Lo dicho. Aunque no comprendamos ese gesto altruista, ese lanzarse a tumba abierta a lo desconocido, ese dejar atrás su familia y sus amigos y sus raíces y sus alumnos, Rafa está haciendo un trabajo admirable, y por lo menos, desde aquí, me gustaría reconocérselo.
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