En el mundillo del comic se nos suele llenar la boca hablando de obras maestras cada tres o cuatro meses, glorificando hasta la exageración unos gustos y, sobre todo, unas nostalgias que poco pueden en la mayoría de los casos justificarse con el juez más imparcial y más inmutable que existe: el mismo tiempo. Debe ser porque, todavía, ay, el tebeo es un medio adolescente para adolescentes, y no quiere salir de sí mismo.
Viene esto a cuento porque ayer me di de bruces con una auténtica obra maestra donde tiene mucha cabida la nostalgia y el paso del tiempo. Es una obra maestra, claro, del cine: Sunset Boulevard, estrenada entre nosotros con el rimbobante título de El crepúsculo de los dioses.
Hacía mucho tiempo que no repasaba esta película señera que dirigió nada menos que en 1950 el maestro de maestros, Billy Wilder. Recuerdo que la última vez que la vi, a trozos, fue en esa estúpida cadenita de televisión que ni sabe cómo ni dónde programar sus series, al filo del amanecer ya. Para colmo, era una versión recoloreada, y me estremecí doblemente con esa escena final donde Gloria Swanson baja por última vez las escaleras de su gloria para hundirse para siempre en la locura.
Ayer la estuve viendo de nuevo, en esa versión original que tanto me encandila, disfrutando no ya de lo perfecto del guión sino de la maestría de la puesta en escena. Es curioso que se achaque a Wilder que siempre diera más importancia al guión que a la dirección (algo que sin duda es cierto), pero en esta obra de arte el pequeño socarrón se sale.
Desde el primer plano hasta el último, la película es impresionante. Dicen que en el Hollywood de la época no gustó, precisamente por el retrato que de Hollywood hacía, cuando la historia va mucho más allá de la anécdota cinematográfica que se cuenta. Sunset Boulevard (o Sunset Blvd, como parece que en realidad se llama según el título de crédito) es el tempus fugit definitivo, el ubi sunt de nuestro tiempo. Y también, en la parte que corresponde a William Holden, el vae victis después de un carpe diem envenenado.
Pese a los oropeles, pese a la atmósfera de género negro que entronca con la otra gran obra maestra del autor (Perdición), la película sigue pareciéndome una clara muestra de cine de terror. Una adaptación parcial nada menos que de Drácula. Norma Desmond es una especie de vampira (¿vampiresa?) que vive en una mansión victoriana y excesiva, recreándose en los espejos de unas películas que ya no ve nadie, auxiliada por un mayordomo (el inigualable Erich von Stroheim) y, de vez en cuando, acompañada por otras momias como ella misma: Buster Keaton, Anna Q. Nillson, H.B. Warner, Franlyn Farnum. Y el personaje del escritor hundido en la miseria de sí mismo, Joe, el papel que borda William Holden (con todos mis respetos para los otros dos monstruos, la película sin Holden no puede comprenderse), que sería una especie de Jonathan Harker que llega a un castillo rumano-hollywodiense donde va a ser vampirizado, seducido, abusado: donde, en suma, va a perder el alma.
Holden es un idealista que ha encontrado el lado duro y oscuro de la realidad. Sometido a la locura y el capricho de una diva venida a nada, es consciente en todo momento de que se está prostituyendo poco a poco. Holden ha trocado su idealismo en sirvengonzonería: es un cínico que sabe que tiene, por fuerza, que sacar tajada de lo que le ponen por delante: sea caviar, sea champán, una mujer que le dobla en años, abrigos de piel de camello o pitilleras de oro... O una chica ingenua que es, además, la prometida de un amigo fiel. El personaje de Joe tiene siempre el detalle maravilloso de que sopesa la acción que va a emprender antes de hacerla, sabiendo que se equivoca al dar el paso... pero dándolo siempre. Es un desencantado, una víctima. Un perdedor en una sociedad que no acepta perdedores. Por eso, cuando al final parece que gana (al menos gana en la lucha contra sí mismo) pierde la vida.
Quizá Wilder inventó con esta película la intertextualidad que ahora está tan de moda: las referencias a actores reales: Alan Ladd, Tyrone Power; la aparición de Cecil B. DeMille interpretándose a sí mismo, o de la terrible Hedda Hopper en segundo plano. El rizo cruel de que Erich von Stroheim, causante con su película Queen Kelly, nunca estrenada, del ocaso de Gloria Swanson, sea el mayordomo y ex-primer esposo y descubridor de la estrella, y que la película que ven en ese salón privado y decadente, el “rosebud” donde Norma Desmond se encuentra a sí misma, sea nada menos que esa misma película Queen Kelly.
El principio, lo sabemos todos, ha pasado a la historia del cine: una voz en off de un cadáver que habla desde el fondo de una piscina. Cuentan en los extras de la versión en DVD que originalmente la escena se desarrollaba en una morgue donde los cadáveres hablaban entre sí, y que el efecto quedó tan mal en las pruebas con público que tuvieron que echarse atrás e improvisar la escena que quedó finalmente. Es curioso, en tanto que ya vemos que Wilder se adelantó en más de cincuenta años a la serie televisiva de éxito y culto del momento: A dos metros bajo tierra.
La gran escena de la escalera, lo he dicho antes, me provoca escalofríos. Norma Desmond, la vampira, la loca, el monstruo de ego y vanidad, la diosa ciega, baja y baila agitando los brazos y ofreciéndose al espectador, a la cámara que ama y la rehuyó.. y que quizá la rehúye al final también, en ese primer plano fundido que se niega a reconocer su deterioro. Estoy seguro de que Iván Zulueta se basó en esta escena para contar luego su genial película Arrebato.
Hay dos escenas, tres, que sobresalen (si sobresalirse puede en una obra de estas características) del prodigioso montaje. Norma Desmond sentada en el estudio, y su expresión cuando el micrófono le pasa por encima de la cabeza dice más, en unos segundos, que muchas películas en dos horas. Y si parecía que esa escena es insuperable, Billy Wilder no da respiro al espectador y, sin solución de continuidad, sube la apuesta y muestra otra escena aún más impactante: el encargado de luces que reconoce a la vieja gloria, y la ilumina, y por un momento todos los actores y extras acuden a ella, reconociéndola también, adorándola por unos instantes.
La otra escena supongo que entra ya dentro de lo personal. Pero me llega al alma que Joe, cuando está trastabilleando al borde de la piscina, cuando está recibiendo los disparos después de haber renunciado a la vida fácil que le estaba comiendo el alma, intente por una décima de segundo, antes de morir, recuperar el objeto que ha caído, lo único que tiene, lo que simboliza cuanto es o cuanto pudo haber sido: su vieja máquina de escribir portátil.
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